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La actitud lúdica en la vida. ¿Sabemos jugar? (II)

Esa introducción al mundo y a sus realidades, se hace siempre empapado de afecto y de palabras. El juego consiste en incorporar el deseo de desear. Y desear significa imaginar un proyecto de identidad personal. Cuando jugamos, jugamos a ser algo o alguien, jugamos a ser capaces de hacer esta u otra actividad. Literalmente, nos jugamos nuestra mismidad y en ello nos va el disfrute de imaginarnos. Que cada cual ponga el contenido deseado de sus juegos.

El juego es, por ello, una permanente invitación a nuestra imaginación, una puerta a un espacio simbólico en el que en primer lugar fantaseamos una identidad, un reto, el desenlace de un algo que se me presenta como conquista. Jugar es siempre un imaginarse querer ser. Iniciamos los primeros pasos del pensamiento desiderativo, plataforma de la ejecutividad.

Simultáneamente, Jugar es asumir desde un principio la presencia de la dificultad, del posible error, del desatino en nuestras respuestas, la no destreza de nuestros comportamientos. Y, curiosamente, sin que ello signifique en ningún momento una afrenta a nuestra identidad.

Ello es así porque en el juego, el error, la certeza del “No Saber” de momento, es la oportunidad del goce lúdico, es el momento de la sonrisa y de la risa compartida. Es el momento de la humildad y simultáneamente del esfuerzo, del tesón, del coraje de volver a repetir aquello en lo que hemos fallado.

En el juego, errar, no atinar, no acertar, es justamente el ingrediente necesario para crear ese espacio de ilusión, lúdico, que consiste en saber disfrutar y gozar con lo que uno está justamente haciendo en ese momento. Errar en el juego es, paradójicamente, el tiempo de una oportunidad, el motivo de una sonrisa, el estímulo para volver a intentar, el goce de aprender y de volver a ensayar.

Jugar es igualmente una actividad que educa nuestra sensibilidad para el asombro y la admiración. Y lo hace porque mediante el juego, descubrimos nuestras potencialidades, o las potencialidades del ser humano, al tiempo que la complejidad estimulante de la realidad u otredad.

Pese a la experiencia de nuestra supuesta ineptitud, al jugar, ponemos en marcha nuestra ingente cantidad de recursos disponibles y/o posibles (Ilusión, tesón, destrezas, creatividad, fuerza, saber, etc) y vivimos que lo imposible deviene experiencia sentiente. El proyecto se convierte en realidad, lo imaginado en certeza, el territorio por descubrir en paisaje habitual, la destreza soñada en la competencia asumida, la incompetencia inicial en destreza conquistada.

El asombro inicial se convierte en la fascinación de un poder que conforta nuestra identidad y autoestima. Ratifica lúdicamente nuestras posibilidades de ser. Nos sentimos poseedores de nosotros mismos. El chute de nuestro narcisismo y autoestima empapa nuestra confianza.

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